Jhonnatan Horna, profesor del área de Operaciones y Tecnologías de la Información de ESAN, planteó en Gestión que la gestión de riesgos no debe verse solo como una defensa contra lo inesperado, sino como una herramienta para innovar. Al integrar los riesgos desde el inicio del proyecto, los equipos ganan confianza para tomar decisiones audaces. En lugar de evitar errores, aprenden de ellos y encuentran oportunidades de mejora.
Durante mucho tiempo, vi la gestión de riesgos como una especie de seguro obligatorio, algo que había que tener, pero que solo servía para “por si acaso”. En los proyectos que lideraba o en los que participaba, solía tratar los riesgos como una lista técnica para cumplir con el checklist. Hasta que entendí que, bien usada, la gestión de riesgos no es solo defensiva: es una puerta directa a la innovación.
Todo cambió cuando empecé a trabajar en un entorno de mucha incertidumbre: cambios constantes de contexto, prioridades que se modificaban de un día para otro y decisiones que había que tomar con información incompleta. Ahí me di cuenta de que, si solo pensaba en los riesgos como amenazas, estaba perdiendo una enorme oportunidad.
Aprendí que los riesgos no son el problema, sino las señales. Son indicadores de que algo puede o debe cambiar. Y en ese cambio, si uno está atento, hay terreno fértil para innovar. En vez de preguntarme “¿cómo evito este riesgo?”, empecé a preguntarme “¿qué puedo aprender de esto para mejorar el proyecto o incluso cambiar la propuesta?”
El concepto de los “cuatro FOES” (financieros, operacionales, externos y estratégicos) me ayudó mucho. Es una forma de ver dónde pueden estar los puntos críticos, pero también los focos de innovación. Por ejemplo, una debilidad en la cadena de suministro puede llevarnos a desarrollar una solución más sostenible o descentralizada. Un cambio regulatorio puede inspirar un nuevo servicio. Todo depende del enfoque.
Cuando logré integrar la gestión de riesgos en la dinámica del proyecto desde el diseño —no como un apéndice al final—, pasó algo interesante: los equipos empezaron a tomar decisiones más valientes. Suena contradictorio, pero no lo es. Al tener identificado lo que podía fallar y contar con mecanismos para absorber los impactos, había más margen para experimentar.
Ya no estábamos paralizados por el “¿y si sale mal?”, porque sabíamos cómo responder. Y eso liberó creatividad. Empezamos a probar ideas que antes descartábamos por temor al error. Nos animamos a salir del camino tradicional sin perder la brújula.
Además, al gestionar los riesgos de forma activa, empezamos a identificar oportunidades que antes pasaban desapercibidas. Muchas veces, detrás de un riesgo operacional, había una mejora de proceso esperando ser descubierta. O, al analizar un riesgo externo, encontrábamos alianzas estratégicas que podían fortalecer el proyecto. En lugar de poner foco solo en evitar pérdidas, comenzamos a identificar valor.
Este enfoque también cambió la relación con los stakeholders. En vez de presentarles solo un plan estático, podíamos mostrarles escenarios posibles, decisiones bien fundamentadas y una actitud proactiva. Eso generó más confianza y, de paso, más libertad para movernos con agilidad. Al final, gestionar riesgos bien no solo protege al proyecto, sino que lo hace más atractivo para quienes lo apoyan.
Otro gran aprendizaje fue aprender a decirle adiós a los “proyectos zombi”: esos que siguen vivos por inercia, pero que ya no aportan valor. Muchas veces, el miedo al fracaso o la presión política hacen que esos proyectos se mantengan andando, consumiendo tiempo, presupuesto y energía que podríamos estar usando en innovar de verdad.
Hoy soy fan de una regla simple: si el riesgo supera el valor potencial y no hay estrategia para mitigarlo, es hora de soltar. Y, ojo, no lo veo como un fracaso. Lo veo como una liberación para dedicar esfuerzos a lo que sí tiene futuro.
Además, entendí que gestionar riesgos no es un trabajo solitario. Innovación y gestión de riesgos tienen que trabajar juntas. El que innova necesita a alguien que le diga: “acá hay un límite, pensemos cómo moverlo con cuidado”. Y el que gestiona riesgos necesita a alguien que le recuerde que no todo riesgo es un problema: algunos son oportunidades disfrazadas.
Finalmente, aprendí que, en la gestión de proyectos, los riesgos no son enemigos a evitar, sino aliados a comprender. Si queremos innovar de verdad —no solo decorar con palabras bonitas una planificación tradicional—, tenemos que hacer espacio para el error, para la prueba, para lo inesperado. Gestionar riesgos con inteligencia no solo protege nuestros proyectos: los potencia. Nos permite movernos con intención, tomar decisiones valientes y construir soluciones más sólidas.
Porque la verdadera innovación no nace del control absoluto, sino de la capacidad de adaptarse sin perder el rumbo. Y, cuando logramos eso, nuestros proyectos dejan de ser “seguros” para convertirse en “transformadores”. Que, al final, es lo que realmente vale la pena.
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