Una nueva mirada sobre el liderazgo en la gestión de proyectos

Una nueva mirada sobre el liderazgo en la gestión de proyectos

Jhonnatan Horna, profesor del área de Operaciones y Tecnologías de la Información de ESAN, reflexionó en Gestión sobre cómo debería ejercerse el liderazgo en la gestión de proyectos. Es así como señaló que lejos de imponer, un líder necesita escuchar, hacer preguntas y construir con el equipo. 

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En el mundo de la gestión de proyectos, hablar de cambio es casi inevitable. Planificamos sabiendo que algo se moverá, se caerá o se redefinirá. Pero una cosa es aceptar el cambio como un riesgo probable, y otra muy distinta es liderarlo. Y ahí es donde comienza el verdadero desafío. Porque liderar el cambio no consiste en ofrecer un discurso motivador ni en presentar un cronograma ajustado. Se trata, más bien, de cómo gestionamos lo que no podemos controlar y de cómo acompañamos a otros en ese mismo proceso.

Durante mucho tiempo pensé que liderar el cambio significaba tener la respuesta correcta y convencer a todos de seguirme. Como si se tratara de un superpoder con efecto inmediato. Pero no. Aprendí que, en la gestión de proyectos, liderar el cambio tiene más que ver con formular preguntas incómodas, escuchar de verdad y estar dispuesto a aceptar que la solución quizá no sea la que uno había imaginado.

Escuchar de verdad antes de tomar el mando

Hubo un proyecto en particular en el que sentí que estábamos empujando contra una pared. Teníamos una gran propuesta, datos sólidos y respaldo directivo. Pero, aun así, todo se atascaba. La resistencia del equipo no era técnica, era emocional. Y ahí comprendí algo clave: cuando estás tratando de conseguir buy-in, probablemente ya perdiste. Porque si tengo que convencerte, es señal de que no te invité a ser parte desde el inicio.

Ese cambio de enfoque fue transformador. Comencé a practicar algo que, al inicio, parecía contraintuitivo: hacer menos afirmaciones y más preguntas. Preguntar qué veían los demás, qué les preocupaba, qué estaban callando. No para validar mis ideas, sino para construir verdaderamente algo en conjunto.

Y entonces ocurrió algo inesperado. Cuando dejé de buscar aceptación y empecé a generar espacios de conversación real, surgieron ideas mejores. El equipo no solo comprendía el cambio, lo mejoraba. Las personas que antes se resistían empezaron a proponer ajustes que hacían más robusto el diseño. Porque, seamos honestos, nadie se resiste a lo que siente como propio. Nos resistimos a lo que no comprendemos o a lo que se nos impone.

Abandonar el rol de experto para habilitar la colaboración

En entornos complejos como los que nos toca gestionar, no existen recetas mágicas. Las soluciones no bajan desde una oficina central, se construyen en el terreno, en la cancha. Y liderar el cambio en ese contexto exige otra habilidad fundamental: aprender a moverse sin certezas.

La resiliencia organizacional no consiste solo en resistir la tormenta, sino en tener la capacidad de cambiar de rumbo cuando es necesario. Y eso comienza con una disposición personal: la voluntad de cambiar, incluso cuando todo parece estar funcionando bien.

Me ha pasado más de una vez: llegar con una “solución pensada” y encontrarme con un equipo que tenía una perspectiva distinta, mucho más conectada con la realidad. Fue difícil, porque uno siempre pone el ego en juego. Pero, en lugar de insistir en mi propuesta, empecé a decir: “No lo tengo claro, ¿cómo lo ven ustedes?”. Esa simple frase abrió espacios de confianza. No solo redujo la tensión, también sumó inteligencia colectiva.

Además, dejar de ser “el que tiene todas las respuestas” te libera. Te permite liderar sin cargar con la máscara de la seguridad constante. Y descubrí que cuando eres transparente con tus dudas, el equipo no te juzga. Al contrario, se siente más habilitado para aportar, arriesgar y acompañar.

Este enfoque más horizontal y participativo transforma la dinámica del proyecto. El cambio deja de vivirse como una amenaza para convertirse en una oportunidad compartida. No porque alguien lo ordenó, sino porque lo estamos construyendo juntos.

Cambiar en pequeño para crecer en grande

Hoy intento pensar el cambio como un entrenamiento constante. No es un evento aislado, es parte del sistema. Y si quiero que mi equipo esté preparado para el cambio, debo crear un entorno en el que este no se perciba como una amenaza, sino como una oportunidad para crecer.

Esto implica empezar en pequeño: probar cosas en un área, con un grupo reducido, observar qué ocurre. Celebrar lo que funciona, ajustar lo que no, compartir los aprendizajes. A medida que esto se replica, se genera un efecto contagio. La gente empieza a preguntar, a sumarse, a proponer. El cambio deja de ser algo impuesto y se convierte en parte del ADN del equipo. ¿Es perfecto? No. ¿Hay retrocesos? Siempre. Pero el progreso se nota. Porque el cambio liderado con humanidad —no con manuales— construye una resiliencia real. De esa que no solo sobrevive, sino que se adapta, aprende y se fortalece.

Hoy sé que liderar el cambio no se trata de tener todas las respuestas, sino de sostener las preguntas necesarias sin perder el rumbo. Se trata de acompañar procesos, no de imponer soluciones. De confiar más en el equipo que en el plan. Porque la resiliencia no se construye desde el control, sino desde la capacidad de adaptación. En cada proyecto que atraviesa una transformación, hay una oportunidad de crecer como líderes y como personas. Y si logramos conectar desde la escucha, actuar con coherencia y mantenernos flexibles, entonces sí: el cambio deja de asustar y empieza a tener sentido.

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